jueves, 23 de febrero de 2012

Meditando encima de una mula











Hace muchos años me extravié encima de una mula mansa. Fue una de las cosas más anodinas que me han pasado. Y sin embargo, recuerdo el hecho con frecuencia, cada vez que los asuntos se salen de madre o toman curso disparatado. También es una reminiscencia asociada a mi papá, al joven padre, en esos años de mi niñez. No lo veía joven, lo percibía adulto.
El mundo era fijo: se dividía entre adultos y niños. Los adultos eternamente serían adultos y los niños, niños. Un clave de ser adultos es que estos portaban dinero, y los niños, no. Fin. Lo veo joven en mis recuerdos, ahora que tengo más edad que él en aquel tiempo, y no sabía ni comprendía su vulnerabilidad y desamparo. Su falta de malicia frente a otros. Intento comprender sus defectos, su agresividad brutal, su violencia y su instinto que es un poco más oscuro.
Dos troncos familiares de los Velásquez se habían reunido en la finca de la tía Filomena para un 31 de diciembre. Era una incontable partida de tíos, tías, primos, primas, grandes y pequeños, cercanos y lejanos, que nos habíamos reunido y metido en una finca agreste en el Meta, que resultó inundada en la periferia cuando llegamos. Estaba a una considerable distancia de la vía carreteable más próxima, así que en una finca vecina, debieron abandonar los vehículos y cargar todo en hombros: comida, bebidas, y toda clase de chécheres. Parecíamos una partida desheredada de gitanos.
Arribamos extenuados pero una vez la gente se recuperó entró en relaciones alegres, en juntas y corrillos entre quienes simpatizaban y empezaron a consumir la cerveza y el aguardiente que llevaban. Era el 30 de diciembre pero el ánimo prendió el día que no era. Sin luz, al lado de una hoguera, la cosa se liquidó en bromas y cansancio hasta que todo el mundo durmió donde pudo, profundamente. Encima de bultos, en enramadas y hamacas, en esteras o en butacas.
El 31 oí pasos de animal grande corriendo en medio de la finca todavía a oscuras, cuando apenas amanecía. Una novilla desbarajustada corría por su vida, y una partida de mi familia, con cuchillos y rejos, perseguía con algarabía el animal para sacrificarlo. Un pocos despues, ya la traían enredada, la derribaron y le clavaron un puñal en la yugular. El animal gemía y pateaba hasta que la energía la fue abandonando. Después la despresaron, la pusieron en chuzos y arrimaron las piezas de carne a una hoguera.  
Al medio día hizo un calor insoportable, recrudecido por el guayabo. La gente estaba seca. Hubo tensiones en el grupo y la preocupación estribaba en la falta de cerveza y trago para por la noche, preciso la del 31. Se oyeron recriminaciones y lo que se decidió fue armar una comitiva para que saliera a un cruce de la carretera, arriba de la finca vecina. Luis Hernando, Julio, Guillermo. Ensillaron varias bestias y se encaminaron. En el borde del broche, cerca de la casa, me acerqué a ver la marcha y mi papá se quedó mirándome. Me preguntó que si quería ir y yo dije que sí. “Entonces, vamos”. Edgar, un tío, no estuvo de acuerdo y me cogió a cantaleta medio camino. Mi papá no decía nada. Edgar seguía: ¡Pero si vamos es a pie, las bestias son para los petacos!
Cerca al cruce, llegando a una tienda miserable y polvorienta, mi papá tuvo un altercado fuerte con Edgar y liquidaron el asunto, con un: ¡Es problema mío, no joda, que nadie ha usado las bestias y todos vamos a pie!
Llegamos como a las tres o cuatro de la tarde. Pidieron lo que iban a llevar, hicieron cargar los animales y sentados despacharon una cerveza para la sed. Después pidieron otra, y otra, hasta que les oscureció a las bestias afuera y no arrancábamos. Resoplaban, sacudían la crin y movían los cascos. Por fin decidieron emprender camino, pero había un problema. Se había hecho tarde, y llegar a tiempo por el camino que habíamos venido, era casi imposible.
Un obrero  mencionó un atajo, evitando la finca vecina que nos llevaría directo a  la de la tía Filomena. Salimos de la tienducha como borregos, a buscar el camino en medio de la oscuridad. Mi tío Edgar se encaramó de primero en uno de los caballos.  Fuimos a pie un buen trecho. A veces paraban y echaban otro trago y ponderaban el camino. Atravesábamos potreros, arboledas, pastizales. Mi papá me puso encima de una mula mansa que ni siquiera iba atada al resto de cabalgaduras y me dijo que de ninguna forma me bajara.
A oscuras, apenas intuía un camino silvestre, demarcado y mantenido por el transito ocasional de campesinos y gentes de las fincas. Oía chirriar las cabalgaduras, tascar los frenos, los cascos de la bestias taconear las piedras.  Los oía hablar atrás, hasta que quedé en el silencio, transitando solo encima de la mula que tomó camino sola, obstinada y mansa. Todo era oscuridad y silencio al rededor, y solo sentía el trabajo y el movimiento vivo del animal abriéndose camino.
En un cruce de caminos más adelante, la mula eligió un camino diferente al que traía el resto de la comitiva y se apartó en definitiva del grupo. Deambulé encima del animal como hora y media a través de matorrales oscuros. No recuerdo ni qué pensaba. Tal vez, que no debía bajarme de la mula de ningún modo. Quizás, ella sabría mejor qué hacer, ya que nosotros mismos no lo sabíamos. Se tomó más tiempo, dio un rodeo más, pero de todos modos, la mula fue a dar un broche de la casa con su carga. Mansa y noble.
Muchos años después, como dice el Nobel, supe, me pareció, profundamente que era la misma mula que aparece con Juan Valdez. Insignia del mejor café del mundo, el colombiano. Es una señal del trabajo noble y rudo de nuestros campesinos que laboran en silencio y saben hacer lo necesario para hallar el camino que suelen perder los citadinos, como nosotros, que de manera atropellada, ponemos todo patas arriba.