Filípides… ¿dónde vas?
Nadie
sabe cómo era el rostro de Filípides, el hombre en cuya memoria se instituyó el
Maratón. Tal vez tenía un rostro agudo y anguloso. Cierto rostro de sufrimiento
y concentración muy propio de los atletas fondistas. Heródoto, quien lo trajo a
colación, dice que era un corredor profesional. Y que por ello fue que recibió
el encargo de correr 246 kilómetros, que era la distancia que separaba a Atenas
de Esparta para pedir ayuda en contra de la invasión de los persas que ya había
penetrado Grecia continental por Eritrea. Igual, debió ser un hombre de buena
zancada pero delgado.
Si corría con frecuencia, igual, debía
tener pecho de erguido, tirado un poco al frente y musculatura flexible y
delgada. Cuando llegó a Esparta, pese al afán de su razón, debió esperar que
sucedieran ciertos rituales que les
impedía a los espartanos convocar una asamblea para decidir prestar o no
auxilio a los atenienses. Debió ser paciente junto con su sentimiento de
extranjero en tierras extrañas y
dedicarse a deambular por la ciudad. Tal vez, recorrer los gimnasios espartanos
que gozaban de fama en toda Grecia.
Si le ofrecieron a beber vino debió
abstener y preferir el agua pura y de las viandas que le sirvieron para reponer
la fuerza comió lo estrictamente necesario. Su afán era partir con el recado de
devuelta para ver como los atenienses organizaban la defensa. Nunca antes un ejército
tan grande y con propósitos tan hostiles se disponía a desembarcar en tierra
griega para asolarla.
Los persas habían prometido violar las
mujeres y esclavizar los niños. Nadie, ningún ateniense, menos Filípides, un
hombre de virtud, podía estar tranquilo con esas razones en su cabeza. Y ahora,
estaba el suspenso de la decisión de los espartanos que no harían asamblea
hasta culminar sus sacrificios.
Con las horas, Fílipides comprendió que la
diplomacia es la forma educada de mentir o de negar, al postergar una decisión tan trascendental y
que de hecho el motivo religioso era un pretexto para no auxiliar a los
atenienses. Filípides, tuvo que tomar camino de devuelta como había llegado, es
decir, corriendo en sus dos piernas. No había oportunidad de cambiar de opinión,
de decidir otro cómodo medio de transporte como tendríamos hoy oportunidad y se
entiende por qué se cuidaba de no consumir vino y estar liviano de peso. 246
kilómetros los esperaban de devuelta.
Cuando llegó a Atenas apenas los esperaban
para partir a Maratón, a 46 kilómetros de distancia, para salir al paso a los
persas antes de que cayeran en Atenas. Recibieron con desaliento sus noticias
que es la mala fortuna de los mensajeros que, si traen buenas nuevas son bien
atendidos y si son malas hasta les cortan la cabeza. Dieron la orden a las
mujeres para que, en caso de perder, sacrificaran los niños y terminaran con
sus vidas, antes de caer en manos de la soldadesca de Darío. Así partieron, con
un sentimiento sombrío, bien sea por la falta de apoyo de los espartanos, o por
la estrategia conocida del rey persa de rebasar con su ejército en gran número
a sus contrincantes, lo cual daba en avasallantes triunfos para él y
estruendosas derrotas para sus contrarios.
Cuando se enfrentaron en Maratón
quisieron los dioses griegos, en especial Atenea, en cuyo honor había sido
consagrada la ciudad, generar una gran tormenta en el mar costero que traía
multitud de ejército persa y los griegos lograron vencer en la costa,
disparando una lluvia de flechas y pasando por el espada a los persas que,
encharcados, no podía reponerse del clima ante lo cual dieron la retirada a sus
embarcaciones para ajustar un golpe en Falero.
Ya de por si agotado Filipides, quien
había experimentado en pocos días varias veces lo que llaman lo atletas “el
muro”, que es cuando el cuerpo ha consumido todas sus reservas de energía y
empieza a devorar el músculo, recibió de nuevo el encargo de llevar la noticia
a Atenas, esta vez con mayor prisa, antes de que las mujeres, en la duda y el
desespero, procedieran con la orden de sacrificar los críos y a ellas mismas.
Partió Filípides con el clarear del día al
final de la batalla, que es la hora preferida de todo atleta para correr en
entrenamiento base, pero esta vez tuvo que llevar el ritmo de intensidad. Y
para memoria y gloría suya, refieren los historiadores que ya sabemos y como
colofón formativo y heróico, que supo morir apenas entregó la noticia a los
arcontes de Atenas. “Alegraos, vencemos”. Dicen que dijo. Y no más. Y con razón
después de correr tantas veces en circunstancias tan angustiantes.
Los
Chasquis inmortales
“Según el
cronista mestizo Garcilaso de la Vega,
el chaskqui,
gracias a su velocidad y a su fuerza,
llevaba pescado
fresco de la costa a el Inca,
ubicado en la
capital incaica, Cusco,
cubriendo una
distancia de 600 kilómetros”.
Wikipedia
No
es lo mismo correr al nivel del mar Egeo, al lado de las montañas rocosas de la
Grecia continental que hacerlo a 4.500 metros sobre el nivel del mar, sobre el
lomo de los Andes, pensó el Chasqui Kunturkanki, cuando avistó a los españoles
penetrar Tahuantinsuyo aliados de otros indios enemigos de su señor Huayna
Cápac.
Su
proeza no quedó escrita pero corrió cinco días por los Andes, de Ollantaytambo
a Vilkashuaman. Debía llegar al campamento del capitán Rampa Yupanqui con la
misión de entregar un quipu para anunciar una de las primeras y escasas
victorias sobre los conquistadores.
Era
uno más de cientos de indios jóvenes educados para la carrera a través de Capac
Nan y ser en persona el sistema de correos más eficiente hasta ahora provado
así en América como en Europa, que cubría unos 2 millones de kilómetros
cuadrados; es decir, el territorio que
comprendía el imperio Inca. Tenía un sistema de aprovisionamiento y descanso
pero el problema seguía siendo las grandes distancias y la altura, que hace
escaso el oxígeno.
Era
cierto que no pocas veces eran testigos únicos de los paisajes más bellos y las
regiones más transparentes, presididos de su deidad solar, contrastados de
empinadísimas montañas detrás de un fondo azul celeste, sino que de manera
reiterada, debían afrontar los rigores del clima y del camino. Para lo cual los
descendientes de Manco Kapac y Mama Ocllo, antes como ahora, sabían llevar en
su chuspa hojitas de coca para mascar y darse ánimos. No de otra forma podían
soportar los rigores de una carrera extrema como se les imponía.
Su
suerte, como otros mensajeros, no solo estaba ligada a su mensaje, que como ya
vimos, agría o llena de venturanza a su receptor sino que, de manera
estratégica, era inconveniente para opositores y enemigos de los usuarios de
este correo humano. Así que virtualmente, los Chasquis eran acechados y cazados
para silenciar en ellos su persona y el mensaje que llevaban.
En
pocas palabras, los Chasquis corrían literalmente por sus vidas.
No
se sabe cuántos fueron capturados, torturados y asesinados por su mensaje; el
caso es que, bien entrados los años de 1800, trescientos años después de la
conquista, en sus piernas, con su tocado
blanco en la frente y con sus chuspas aprovisionadas de hojas de coca, llevaron
al resto del continente la noticia de la sublevación de Tupác Amaru –más allá
de su victoria o derrota- a las provincias españolas en América, que pronto,
una a una, fueron declarando su independencia a inspiración del Inca que se
declaró Soberano en el Cuzco en contra de la tiranía de los españoles. Así
cumplieron, corriendo, fielmente su misión.
Por personas con las que había
hablado, sabía que debía correr cómodamente una distancia superior a la de la
carrera. Faltando unos 20 días, solo había alcanzado los 10.000 metros una sola
vez. Un domingo salté a carretera e intenté alcanzarlos nuevamente. Mi esposa
me dejo en el punto que le indiqué y se fue. El Puente Guatiquía. Estiré
rápidamente y empecé a correr. Crucé el puente que mide unos ochocientos metros
y una brisa fría y agradable me recibió. Eran como las 7:30 de la mañana. El
lecho del río había subido su nivel producto de la deforestación de la cuenca y
se había tapizado de piedra violeta pero aún quedaban brazos de río que
arrastraba pequeños cauces.
El
camino en cambio no ayudaba mucho, pensé, a medida que trotaba. Mis piernas y
mi cuerpo se resistían. Tenía la idea de que como ya lo había logrado una vez;
es decir, correr 10 kilómetros, no era sino intentarlo de nuevo y ya estaba. Tal
vez el ambiente en carretera, tiene factores extras de agresividad que no
calculé. Me estaba acostumbrando a correr en pista atlética con perímetro
arbolado, donde la condiciones de brisa y cambios de relieve están controlados.
Estaban además los vehículos que pasaban al costado.
Un
ciclista conocido en la región, llamado “Jácome”, había perdido un brazo porque
un camión repartidor de “gaseosa” o “refrescos”, como dicen los costeños, lo
sobrepasó y se lo arrancó de tajo. Lo choferes de vehículos grandes tiene la
certeza de que atletas y ciclistas, simplemente invaden la vía. Y obran en consecuencia. Producto de una cultura
que todavía percibe el deporte y la actividad física como “no-trabajo”, es
decir, ociosidad, pérdida de tiempo o vagabundería.
Pasé el puente y tomé una rotonda
que hay a la salida. Pensé en ciudades grandes como New York o Sidney con mar
al costado y formas de deporte masivo. Estábamos a años luz. Pero el paisaje,
agreste, muy criollo, tampoco estaba tan mal. A mano izquierda se elevaba la
cordillera oriental. La más baja de las tres cordilleras colombianas, falda
postrera de los Andes que sube hasta Venezuela. A la derecha, se extendía el
llano ilímite y reseco, muy semejantes a los paisajes que se plasman en Pedro
Páramo. Las condiciones del relieve se repetían desde el sur oriente hasta el
noroccidente de Colombia. Uno puede durar horas y días completos viajando y el
paisaje es el mismo; la imponente cordillera a la izquierda y los llanos de la
Orinoquía colombiana a la derecha si uno se dirige al norte; o viceversa, como
dijo la reina.
Pero a los 6.000 metros y algo, frente
una vereda de nombre Puente Amarillo, no pude más. El sol empezó a calentar y
me fui agotando. Puse en la balanza si valía la pena sobreponerme y seguir
corriendo o acogerme a una sombra de un palo de mango al borde de la carretera.
Ganó la sombra del mango. Me detuve y descansé. La cosa no era tan fácil.
Un campero venía en sentido contrario de nuevo hacia la ciudad. Le hice el pare y lo tomé. En público y asegurándose de que lo escucharan todos los que venían en el carro, el chofer me preguntó que si me había “mamado”. Me dio risa y le dije al hijueputa que sí.
Un campero venía en sentido contrario de nuevo hacia la ciudad. Le hice el pare y lo tomé. En público y asegurándose de que lo escucharan todos los que venían en el carro, el chofer me preguntó que si me había “mamado”. Me dio risa y le dije al hijueputa que sí.
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